Jacinto Antón, EL PAÍS
Sólo tres personas hablan el ma tike, una lengua de los aborígenes australianos, y están muy viejos, y además a dos, hermano y hermana, les impide comunicarse entre ellos un tabú tribal... Aun así, al mati ke le va mejor que a otros. Como los ya extinguidos damin -que hablaban los jóvenes iniciados, previa dolorosa subincisión en el pene, de tres pequeñas islas al sur de Nueva Guinea- y hurón (los antaño hoscos hurones hablan hoy francés), una lengua en la que para decir "ellos saludaron con respeto" se usaba una sola palabra: 'tehonannonronkwanniontak': 'se engrasaron el cuero cabelludo muchas veces'. El último hablante competente de ubyk -lengua de las montañas del Cáucaso- murió, hélas, en 1992, y el yuchi, de la antaño próspera tribu del mismo nombre en Oklahoma, pinta fatal.
Esta es una parte del trágico estadillo de las lenguas amenazadas, según el interesante y ameno libro Aquí se habla (RBA), que cifra en unas 6.000 lenguas las que aún se escuchan en el mundo y advierte de que es sumamente probable que a finales del siglo XXI de ellas queden un máximo de 3.000 -y sólo 600 aseguradas-. El autor del libro es Mark Abley, escritor, poeta y editor residente en Montreal que ha viajado alrededor del planeta buscando lenguas en peligro de extinción y hablando con sus últimos usuarios en un periplo físico y lingüístico que une aventura vital y cultural a partes iguales. También humor: "El yiddish es una lengua para realistas", reflexiona el autor en el libro tras citar el proverbio yiddish "si la abuela tuviera pelotas, habría sido un abuelo".
Abley evita el tono especializado que a veces hace incomprensibles, dice, los libros de los lingüistas. El autor, que se encuentra estos días en Barcelona, considera las lenguas, todas ellas, un patrimonio cultural irrenunciable. "La diversidad de las lenguas es lo que nos hace humanos", afirma. No considera que las lenguas sean una barrera. "La gente en realidad se enfrenta por otras cuestiones; mire en Irlanda del Norte: tener la misma lengua no ha impedido precisamente el enfrentamiento".
Al ser interrogado acerca de la lengua más extraña, Abley, tras precisar que siempre se trata de que es extraña "para nosotros, no para ellos", cita el murrinh-patha, cuya aritmética se detiene en el numero 5 aunque tiene 31 pronombres (que el hablante no sabe contar, claro), o el mohawk, una lengua aglutinante en la que se puede decir casi todo con sólo dos palabras. No deja de ser extraño también, indica, que para los lokelele del este del Congo la misma frase "asoolamba boili" signifique, variando sólo la entonación 'estoy mirando la orilla del río' o 'estoy hirviendo a mi suegra'.
Muchas de esas simpáticas lenguas están condenadas a desaparecer, "quizá no del todo, pero sí como instrumentos de comunicación; es decir, quedarán canciones o bailes, pero no gente que las hable". En el capítulo optimista de las resurrecciones, Abley cita como más clara la del hebreo, que hasta hace relativamente poco era sólo una lengua religiosa y carecía de términos para bicicleta o helado. El escritor señala la emoción que le causó personalmente oír a dos niños hablar manx, el idioma de la isla de Man, que se creía desaparecido ya. Algo así como encontrar un celacanto en versión lingüística.
Abley tiene un flaco por el galés, idioma de la familia de su mujer, una preferencia que también tenía Tolkien: sus elfos, explica, hablan una lengua inventada que es mezcla de galés y, en la gramática, finés. ¿Y el catalán? "Su futuro me parece asegurado. La opinión general es que le va muy bien. Desde Gales se mira su marcha con sana envidia".