Por Mariano Antolín Rato
Allá, en la segunda mitad del xviii, Herder, el polígrafo alemán inspirador del movimiento conocido por Sturm und Drang, escribió que traducir era «pasear por jardines extranjeros cogiendo flores para mi lenguaje».
Dejando de lado las teorías que sustentaban tal metafórica actividad recolectora, y que se derivaban de la idea del propio Herder de un Volksgeist («espíritu del pueblo»), con reflejo actual en las proclamas del nacionalismo o el patriotismo, ese «último refugio de los cobardes» —según dijo el doctor Johnson más o menos por las mismas fechas que el defensor alemán del carácter nacional de las literaturas—, resulta difícil representarse al traductor actual haciendo ramos de flores léxicas con los que adornar sus áridos salones. Porque, aunque haya quien delire presuntuosa, y hasta hibrísticamente —utilizando el neologismo de Eliot Weinberger—, y considere la traducción una obra de arte en sí, en realidad constituye un oficio complicado cuyo objetivo se reduce a que la palabra escrita en un idioma se pueda leer en el idioma de la traducción, al menos idealmente, como se lee más o menos en el idioma original. Lo que significa que la tarea primordial del traductor no es meramente encontrar los significados correctos de las palabras en un diccionario —que es el aspecto más fácil— sino inventar una nueva música para el texto en el idioma de la traducción de acuerdo con la que impone el original.
Nada, pues, de embellecer el propio lenguaje. Ni con flores que enriquezcan las «señas de identidad» del idioma nacional —¡qué pena el uso que hacen de esa expresión, título de una buena novela de Juan Goytisolo, los adalides de las identidades patrióticas!—, ni con transplantes inadecuados para las condiciones climáticas que favorecen el cultivo de las plantas autóctonas; por seguir con la jardinería del que luchó, al menos en una parte de su obra, por defender la lengua alemana de las contaminaciones extranjeras.
No hay duda de que ninguna traducción es idéntica al original. Pero tampoco la lectura de un texto es idéntica a otro, incluso cuando lo hace la misma persona en momentos diferentes. Traducción, por encima de todo lo demás, significa cambio. Y en la Inglaterra del siglo xvi, uno de sus significados fue «muerte»: trasladarse de este mundo al otro. Y volviendo a Weinberger —sus escritos sobre la traducción y sobre casi todo me deslumbran desde aquel análisis comparado de las versiones occidentales de un poema chino de Wang Wei, publicado en la revista El paseante en el número 20-22, de 1993—, en la Edad Media translatio significó el robo o traslado de reliquias sagradas de una iglesia o monasterio a otro. Y desde entonces, traducción, o más bien su término inglés, translation, es movimiento de un lugar a otro. Así, mientras la metáfora hace extraño lo familiar, la traducción hace familiar lo extraño; extraño en el sentido de procedente de tierras extrañas, de idiomas desconocidos.
Y todo movimiento, todo traslado, implica un viaje. Para hacerlo conviene recurrir a guías nativos, o al menos buenos conocedores de las tierras. Pero, en cualquier caso, personas que respeten el medio ambiente y no se pongan a arrancar flores de los jardines extranjeros. Lo que lleva a la contraposición que establece el teórico del budismo, D. T. Suzuki, entre la actitud del poeta occidental y el japonés. Compara un poema de Bashô, el gran maestro del haiku, con uno del poeta postromántico inglés, Tennyson. Los dos expresan unos sentimientos parecidos con respecto a una flor. Pero mientras Bashô se limita a mirarla, Tennyson, para atrapar el espíritu del momento, necesita arrancar la flor.
La actitud del traductor, debe oscilar entre esos dos extremos. Y de ese modo tratar de ir tirando. Y responder, como los cubanos a un saludo casual: «¡Aquí luchando!».
Publicado en “El Trujamán” (Revista diaria de traducción, en Centro Virtual Cervantes) http://cvc.cervantes.es/portada.htm