Por María Teresa Gallego Urrutia
Porque me ha gustado mucho y me ha emocionado el trujamán del 11 de marzo de mi amigo y colega Adan Kovacsics, me permito añadirle una a modo de posdata. Dice Adan en Heridas del lenguaje «A la pregunta: “¿Cómo llegó usted a la traducción?”, nadie contestó en aquella mesa redonda diciendo que fue una opción profesional como otra cualquiera; todos se refirieron a fallas o heridas». Y al leerlo pensé que, en mi caso, debería referirme más bien a lo contrario: la lengua que me hizo bilingüe fue, más bien, el bálsamo que curó una herida, el refugio que me amparó.
Nacida en la posguerra de la Guerra Civil española y en una familia de vencidos, del exilio interior, creo que sentí inconscientemente desde muy pequeña, la lengua en que vivía como una agresión. No de paredes de mi casa para adentro, donde las palabras eran otras; ni en los libros que se alineaban en las paredes de mi casa; pero sí en el mundo exterior. Ese mundo exterior que se metía dentro de casa sólo con encender la radio —y quizá por eso en casa no había radio, aunque por el patio se oían a la perfección las de los vecinos— o con comprar el periódico. Y, fuera de casa, en el mundo exterior, la lengua acosaba, abofeteaba, mordía casi, nada más pisar la calle, en un consultorio médico, en el cine —en forma de NO-DO y, en los primeros años de la posguerra, en forma de obligación de oír al menos, si no cantar, «los himnos», de pie, al acabar la película (por no hablar de los diálogos de las «películas españolas»)—, en la escuela, en los libros de texto y en los que no lo eran, en los tebeos, en los anuncios del metro de Madrid, en cualquier parte, en todas partes… Y, conscientemente, la viví como una amenaza, como un peligro latente, con la temprana conciencia que nos inculcaban a los niños de familias como la mía de que «fuera de casa había que tener mucho cuidado con lo que se decía» y había que callar oyeras lo que oyeras.
Pero llegó un día en que, sin salir de Madrid, llegué a Francia, una Francia pequeña, encerrada entre las paredes del Liceo Francés. Y me acogió, como un refugio, una lengua nueva, inocente y limpia. Que pude oír y hablar y leer sin miedo. «Mi patria es la lengua», dijo una vez Juan Gelman. Y, por no irme nunca de esa tierra protectora en que se convirtió para mí la lengua francesa, me hice traductora.
Publicado en "El Trujamán" (Revista diaria de traducción, en Centro Virtual Cervantes) http://cvc.cervantes.es/portada.htm
Porque me ha gustado mucho y me ha emocionado el trujamán del 11 de marzo de mi amigo y colega Adan Kovacsics, me permito añadirle una a modo de posdata. Dice Adan en Heridas del lenguaje «A la pregunta: “¿Cómo llegó usted a la traducción?”, nadie contestó en aquella mesa redonda diciendo que fue una opción profesional como otra cualquiera; todos se refirieron a fallas o heridas». Y al leerlo pensé que, en mi caso, debería referirme más bien a lo contrario: la lengua que me hizo bilingüe fue, más bien, el bálsamo que curó una herida, el refugio que me amparó.
Nacida en la posguerra de la Guerra Civil española y en una familia de vencidos, del exilio interior, creo que sentí inconscientemente desde muy pequeña, la lengua en que vivía como una agresión. No de paredes de mi casa para adentro, donde las palabras eran otras; ni en los libros que se alineaban en las paredes de mi casa; pero sí en el mundo exterior. Ese mundo exterior que se metía dentro de casa sólo con encender la radio —y quizá por eso en casa no había radio, aunque por el patio se oían a la perfección las de los vecinos— o con comprar el periódico. Y, fuera de casa, en el mundo exterior, la lengua acosaba, abofeteaba, mordía casi, nada más pisar la calle, en un consultorio médico, en el cine —en forma de NO-DO y, en los primeros años de la posguerra, en forma de obligación de oír al menos, si no cantar, «los himnos», de pie, al acabar la película (por no hablar de los diálogos de las «películas españolas»)—, en la escuela, en los libros de texto y en los que no lo eran, en los tebeos, en los anuncios del metro de Madrid, en cualquier parte, en todas partes… Y, conscientemente, la viví como una amenaza, como un peligro latente, con la temprana conciencia que nos inculcaban a los niños de familias como la mía de que «fuera de casa había que tener mucho cuidado con lo que se decía» y había que callar oyeras lo que oyeras.
Pero llegó un día en que, sin salir de Madrid, llegué a Francia, una Francia pequeña, encerrada entre las paredes del Liceo Francés. Y me acogió, como un refugio, una lengua nueva, inocente y limpia. Que pude oír y hablar y leer sin miedo. «Mi patria es la lengua», dijo una vez Juan Gelman. Y, por no irme nunca de esa tierra protectora en que se convirtió para mí la lengua francesa, me hice traductora.
Publicado en "El Trujamán" (Revista diaria de traducción, en Centro Virtual Cervantes) http://cvc.cervantes.es/portada.htm